sábado, 11 de diciembre de 2010

NUNCA SE SABE

“Guárdala en el baúl de arriba por si acaso, nunca se sabe…”, esto le decía mi abuela a mi madre mientras recogían y ordenaban una habitación, y mi madre subió una chaqueta de lana vieja, muy vieja que yo le había conocido desde siempre a mi abuela y que tenía varios agujeros, algunos en las mangas, en la parte delantera, también en la trasera.
Pasamos a otra habitación para realizar la misma tarea, y esta vez, me tocó a mí hacer varios viajes a los baúles, mi madre me enseñó a colocar las ropas en ellos y así se iban sucediendo unas encima de otras. Aquel día me sorprendió la capacidad de los baúles, yo los veía cerrados y pensaba que cabía poco.
Sacaban de los armarios y hacían montones: ropa de cama sin estrenar para lavar y volver a colocar, ropa para arreglar y ropa para tirar.
Mi madre llevaba el montón de ropa para lavar a su cesta, otro para la cesta de costura y, por último, cuando mi madre cogía el montón para tirar, se repetía el ritual y una vez más mi abuela decía: “No, guarda esa ropa en el baúl, por si acaso, nunca se sabe”.
Así, la frase “por si acaso, nunca se sabe” se instaló en mi mente y en mi vida de una manera natural y le encontraba sentido, de alguna manera.
A aquella casa sólo iba en verano y todo me llamaba la atención, tan distinta a la mía, tan antigua, misteriosa a su manera, así que cuando todo el mundo dormía la siesta, a veces, recorría aquellas partes de la casa que más curiosidad despertaban en mí.
Despacio, sin hacer apenas ruido, subía al desván de la casa y se abría todo un mundo: dos baúles colocados en la pared de la derecha según se subía de las escaleras, y muchos objetos en aquella parte del desván.
Cuando llegaba arriba me paraba en la entera de la puerta que no era puerta durante un buen rato y miraba todo, fascinada porque un mundo nuevo, diferente, íntimo aparecía ante mí, para disfrutarlo yo sola, poder observarlo todo sin que nadie me dijera que tenía que hacer esto o aquello. Se convertía en mi espacio, en mi tiempo, sentía paz, pero sobre todo, sentía que era un momento mío, era un rato de soledad muy añorado, a ello se añadía el secreto, pues nadie sabía que yo subía allí de vez en cuando, nadie habría entendido que iba a observar, a fascinarme con lo que allí se guardaba.
Siempre me parecía poco tiempo el que dedicaba a esto porque perdía mucho intentando no ser pillada, así que tenía que subir muy despacio las escaleras porque crujían, andar con mucho cuidado por el desván porque se oía abajo y abrir lentamente los baúles porque la tapa pesaba mucho para mí y hacían ruido.
Como el tiempo transcurría muy deprisa en el desván, durante el resto de la tarde siempre me quedaba una desazón por no haber aprovechado mejor el tiempo allá arriba, nunca supe ni sé durante cuánto tiempo me quedaba mirándolo todo, fascinada, en la entera de la puerta que no era puerta, y siempre me arrepentía de haberme entretenido en esa contemplación, pero una y otra vez repetía ese acto porque no podía hacer otra cosa, porque me subyugaba la colección de objetos acumulados a lo largo de años y años: un armario de juguete, que había sido de mi madre, y que a mí me gustaba mucho pero que sólo abrí una vez, un diábolo al que le faltaba un trozo de cuerda, un cubo rajado, una silla sin una pata y completamente roto el asiento, enciclopedias en las que estudiaron mi madre y sus hermanos y a las que les faltaban hojas, varios paraguas con las varillas rotas, zapatillas con agujeros, perchas rotas, y así muchas más cosas que se iban añadiendo cada año.
Todo esto lo miraba con detenimiento, porque me atraía y porque quería retrasar el momento de abrir los baúles, que aún me intrigaban más, creo que por el solo hecho de que estaban cerrados.
Pasado este primer momento de fascinación, abría un baúl y recibía invariablemente aquel olor inolvidable a alcanfor, que todo el mundo aborrecía y que yo encontraba como parte necesaria de aquella contemplación.
Siempre me ocurría lo mismo, no me atrevía a sacar la ropa, pensaba que se darían cuenta de que las cosas estaban cambiadas, así que me quedaba un rato oliendo el alcanfor y observaba cómo estaba colocado todo, perfectamente apilado: la chaqueta de lana vieja, muy vieja de mi abuela con sus puños comidos y los agujeros en la parte delantera y en las mangas, sus faldas de cuando era joven, un abrigo de lana de mi madre cuando tenía dieciocho años, sus vestidos de los años cincuenta, toquillas de lana de mi abuela rotas, dos chaquetas muy gastadas de mi abuelo, el vestido de novia de mi madre, pantalones de mi abuelo de joven, mis calcetines de perlé agujereados, mi abrigo azul que tanto había gustado, según cuenta mi madre, mi traje de comunión, y siempre que llegaba aquí tenía que dejarlo porque quedaba muy poco tiempo para que el resto de la familia se levantara de la siesta, así que recogía todo en el riguroso orden en que lo había encontrado, bajaba la tapa del baúl y la magia comenzaba a desaparecer, se imponía la realidad ya en el primer escalón, porque bajar no era lo mismo que subir.
Y ya empezaba el cosquilleo por no haber visto todo lo que había en el primer baúl y no haber abierto el segundo, de modo que me proponía cada vez que en la próxima ocasión tenía que llegar a verlo todo, pero nunca llegué a hacerlo.
Después en medio del bullicio de la casa, recordaba el tiempo vivido sola en ese otro mundo y la frase de mi abuela me venía a la cabeza: “Guárdalo por si acaso, nunca se sabe.”
Y a mí me parecía bien.
Inevitablemente empezaba a imaginarme situaciones en las que hubiera que usar todo aquello: que mi padre se quedara sin trabajo, que hubiera una guerra, que… nunca se sabe.
Sin embargo, las distintas imágenes iban y venían a mi cabeza: la silla sin pata, el diábolo roto, la chaqueta de lana vieja, muy vieja… y había algo que no encajaba, pero la frase acababa por imponerse en aquel ir y venir de ideas: “Nunca se sabe”.
El tiempo fue pasando, fui a la Universidad y conseguí una beca para hacer el doctorado en Londres, después de dudar mucho tiempo decidí aceptar un trabajo en aquella ciudad y allí viví durante diez años.
En todo este tiempo apenas recordé la frase, poco a poco fue abandonándome, al principio estaba más presente pero después cuando visitaba la casa familiar apenas echaba un vistazo hacia el desván, pero sin la consciencia de aquella frase, más bien como una costumbre adquirida.
Llegó un momento en el que decidí que debía volver a mi país, arreglé todo lo necesario y decidí cómo haría el viaje, una vez hecho esto, me sentí aliviada ya que lo que quedaba no me suponía tanto esfuerzo, tenía que embalar el ordenador, mis libros, mi ropa y algunos objetos personales y de decoración.
Contraté una empresa para hacer la mudanza y cuando llegué a casa, me puse a revisar armarios, cajones y me di cuenta que la frase nunca se había marchado, había vivido conmigo de la manera más natural.
Me encontré: pantalones de cuando tenía dieciocho años, que no me valían, zapatillas agujereadas, platos rotos, toallas desgastadas, jerseys de lana raquíticos , bolígrafos sin tinta, pinzas de la ropa rotas, calcetines con agujeros… entonces volvió aquella idea que me rondaba en la cabeza y que a los doce años no supe dar respuesta: por qué me subyugaba la acumulación de objetos inútiles, pensé en tirar todo aquello a la basura, no podía hacer aquella mudanza, todo el mundo pensaría que había perdido el juicio. Empecé a buscar bolsas de basura y a meter todas aquellas cosas en ellas, pero no podía, me entraba angustia, sentía ansiedad, lo dejaba para el día siguiente y tampoco lo lograba, los días pasaban y la fecha de la mudanza se acercaba, tenía que decidir, pero es que... nunca se sabe.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Los paisajes de la memoria

Cita de Agustín Fernández Paz:

Aunque cuando escribo abordo los temas que me interesan o me preocupan, aunque constuyo mis historias con materiales tomados de lo que pasa a mi alrededor, no puedo olvidar que todos los hilos con los que acabo componiendo mis relatos tienen su origen en mi infancia. En los cuentos que escuché, en los libros y tebeos que leí, en las películas que vi en unas salas de cine que ya no existen, en los juegos de las tardes de invierno y en todas las aventuras de aquellos veranos luminosos y eternos. Todo está allí, en los paisajes encerrados en mi memoria.