jueves, 30 de septiembre de 2010


Bernardo Atxaga evoca sus años escolares:

"Hace tiempo, cuando aún éramos jóvenes y verdes, un hombre de bigote y gorra a cuadros llegó a la escuela primaria donde estudiábamos y con gesto muy serio nos anunció que venía a hacernos la primera foto colectiva de nuestra vida. Le escuchamos entre risas, porque su aspecto nos hacía mucha gracia, sobre todo lo de la gorra, y también porque nunca hasta entonces habíamos oñido la expresión "foto colectiva"; luego, pisando charcos y lanzando nuestras carteras al aire, seguimos a la maestra hasta los soportales de la iglesia."

viernes, 10 de septiembre de 2010

LECTURA PELIGROSA

"Cuando la fiebre de la lectura comenzó a hacer estragos entre las damas en tiempos de Chardin y de baudouin y se vio, primero en la metropólis parisina y después en las provincias más apartadas, a todo el mundo -pero sobre todo a las mujeres- pasearse con un libro en el bolsillo, el fenómeno irritó a ciertos contemporáneos e hizo entrar rápidamente a partidarios y críticos. Los primeros preconizaban una lectura útil, que debía canalizar " el furor por la lectura", como se llamó entonces a ese fenómeno social, para transmitir los valores de virtud y favorecer la educación. Sus adversarios conservadores, en cambio, sólo veían en la lectura desenfrenada una nueva prueba de la imparable decadencia de las costumbres y del orden social así, por ejemplo, el librero suizo Johann Gerog Heinzmann llegó incluso a considerar la manía de leer novelas como la segunda calamidad de la época, casi tan funesta como la Revolución francesa. según él, la lectura había acarreado "en secreto" tanta desgracia en la vida privada de los hombres y las familias como "la espantosa Revolución Francesa" en el dominio público. Hasta los racionalistas creían que la práctica inmoderada de la lectura constituía ante todo un comportamiento perjudicial para la sociedad."

Comentario de Stefan Bollmann

sábado, 4 de septiembre de 2010


MINA


Cuando Amelia entró en casa de Mina percibió un extraño olor entre dulce, ácido y rancio que resumía los últimos quince días de la existencia de alguien que no pudo superar el dolor por la pérdida de lo único verdaderamente valioso que tenía en el mundo.
Mina se instaló en la penumbra de la vida y dormitó durante los dos últimos años en el colchón de la soledad porque no supo o no quiso vivir sin la única persona con quien vivió durante toda su vida.
Mina era soltera, aunque dicen que siempre estuvo enamorada de Julio, un hombre que vivía en el mismo pueblo, y que también se quedó soltero. No se casaron pero nadie sabe bien por qué. En realidad, nunca fueron novios, así que bien pudiera ser que aquella relación fuera sólo una leyenda.
Sin embargo, la leyenda sigue contando que nunca pudo o no quiso olvidarle y, según todos los rumores del pueblo, él siempre la recordó.
Mina se aferró en la vida a muy pocas cosas, pero con una terquedad implacable, hasta el punto de dejarse morir porque desaparecieron del mundo sus escasas referencias.
Amelia avanzó por el pasillo oscuro de la casa de Mina llamándola para no asustarla.
Hacía días que nadie la veía por la calle, según los vecinos no salía de casa desde hacía varios días. Pero nadie era capaz de precisar cuántos, quizá fueran quince, pensó Amelia.
Ahora se sentía angustiada. En los últimos días, había estado muy ocupada y no había tenido tiempo de pasar a verla.
Lo que veía no era buena señal, pensó Amelia, varios días sin barrer el suelo, polvo que se presentaba de manera insistente en las paredes, puertas, zócalo…
No era normal porque Mina, aun en su pobreza, siempre mantuvo la casa muy limpia, nos había enseñado, incluso, un truco para limpiar la parte alta de la cocina sin recurrir a los métodos tradicionales que nunca son muy seguros.
En efecto, Guillermina Juez Palacio, que así se llamaba en realidad, y su familia siempre fueron pobres. Su padre trabajó de criado para el marqués durante toda su vida.
Logró conservar a duras penas una pequeña cantidad de hectáreas de las que sacaba algo de trigo, de manera que pan no les faltaba, ni garbanzos que era lo que comían con un poco de tocino invariablemente durante todo el año. Alguna vez lo acompañaban con un poco de carne que les daba la carnicera del pueblo porque la madre de Mina cuidaba algunas veces a los hijos de aquélla mientras atendía el negocio.
Fue una familia pertinaz, y no perdieron ni la tierra ni la casa, ambas acompañaron primero la existencia de los padres de Mina, y después la de ésta y su hermano cuando se quedaron solos. Arreglaron bien la casa y llegaron a vivir con cierta holgura.
Así pues, ni Mina ni su hermano Bernardo se casaron y vivieron juntos hasta un día hace dos años en que Bernardo murió. No era muy mayor cuando murió pero esa enfermedad que generalmente es implacable vino a hacerle compañía cuando contaba setenta años. Desde el principio le persiguió sin descanso y en dos años pudo con él.
Mina le cuidó con cariño y tesón sin pensar nunca que el final estaba cerca, era una mujer luchadora y no se dejaba amilanar fácilmente, pero hay finales que son ineludibles y aquel también llegó lenta e inevitablemente.
Bernardo murió de la misma forma en que vivió: tranquilamente, con serena sonrisa, pero se llevó también con él toda la tranquilidad de aquella casa porque Mina no logró estar tranquila ni un solo día más hasta aquél en que Amelia la encontró tendida en el escaño de la cocina con esa sonrisa serena que hizo pensar a Amelia por un momento que era el mismo Bernardo.
Se sobresaltó un instante pero en seguida se dio cuenta de que Mina descansaba y sonreía después de mucho tiempo.
“Quiso morirse”, así empezaba una larga letanía que Amelia le contaba después a la gente del pueblo.
“Nadie puede morirse cuando quiere”, contestaba la gente.
“Ella sí, se empeñó y acortó la última parte de su vida”, “murió de pena”; sentenció Amelia y nadie se atrevió a contradecir aquella rotunda afirmación.
Tuvieron que admitir que a lo mejor era cierto, pues todo el vecindario vio que realmente aquellos dos últimos años habían sido muy duros para Mina. “Nunca se recuperó de la muerte de su hermano, desde luego, podría ser verdad, igual no era tan descabellado pensar que hubiera muerto de pena”, se decían unos a otros.
Sin embargo, para Amelia no fue lo más sorprendente que su vecina muriera de pena, hubo algo que la dejó aún más perpleja.
Cuando Amelia entró en la cocina, lejos de asustarse por encontrar muerta a Mina, vio algo que sí la dejó absorta: la mesa estaba preparada para dos personas, en el lado del escaño estaban los restos de la cena de una persona, era el lado de Mina, a su izquierda lo que le correspondía a Bernardo.
Cenó simulando que Bernardo vivía, y, después de la sorpresa inicial, hasta casi lo entendió.
Lo que ya era imposible que Amelia comprendiera, fue que en la silla donde siempre se sentó Bernardo estuviera colgada sobre el respaldo la chaqueta de pana marrón que usó invariablemente durante tantos inviernos. Era insólito porque ella misma se encargó de llevar toda la ropa del hermano de Mina a un convento de monjas.
Ni Amelia ni sus convecinos encontraron nunca la explicación a este suceso, y después de mucho pensar, ha quedado en la memoria del pueblo como uno de los acontecimientos más curiosos que se recuerdan.