lunes, 1 de marzo de 2010


LA INEXISTENTE LAURA

Laura llegó a mi vida como sólo algunas mujeres saben hacerlo. Con una discreción y elegancia que pocas mujeres poseen, con generosidad, dando y no pidiendo y con unos ojos negros, redondos y profundos capaces de absorberte y de dejarte marchar con la misma facilidad.
Abrí la puerta y allí estaba con su flauta, dispuesta a ser la mejor, y así será porque tiene talento y esa paciencia que sólo los que son sabios poseen para sacar los mejores sonidos de ese instrumento mágico, que siempre recuerda a los pájaros, que sabe ser alegre y melancólico a la vez y que se hace escuchar entre todos los demás instrumentos, todos más grandes, todos quizá más potentes, pero ella la flauta es siempre joven y alegre entre todos ellos.
Se sentó frente al atril, sacó las partituras que traía preparadas para que yo la escuchase y comenzaron a salir de su flauta los sonidos, desde ese momento estuve seguro de que Laura sabría sacar de ese instrumento lo mejor.
Terminó y me interrogó con la mirada.
-Tienes técnica y has interpretado muy bien, pero puedes hacer mucho más. Toca el resto que traías preparado y el próximo día continuaremos trabajando, pero no para mejorar la técnica o la interpretación, que no lo necesitas.
Siguió tocando hasta concluir la hora convenida para terminar la clase, recogió y se marchó con una sonrisa, pero en los ojos.
Di algunas clases más que tenía previstas para ese día y me iba dando cuenta de la diferencia entre el resto de alumnos y Laura, cada vez estaba más convencido de que no me había equivocado, de que Laura podía destacar, amaba la música, amaba tocar. Sólo tenía que ser consciente de ello.
Pasaban los días y sus ojos sonrientes me acompañaban cada vez más frecuentemente, al principio pensaba en las pautas que le daría en las clases, pero poco a poco sus ojos, su mirada, su porte se iban imponiendo y ocupaban gran parte del espacio de mi mente, así que el día anterior a la siguiente clase, la esperaba con ansiedad.
Y Laura llegó nuevamente, más sonriente y más enigmática que nunca, se sentó frente al atril y esperó con la flauta ya preparada a que yo comenzara a impartirle la clase.
-No te voy a corregir la técnica ni la interpretación, porque ya las posees, y muy buenas, no necesitas que yo te enseñe nada acerca de todo eso, lo que necesitas es tocar como tú eres, dale tu personalidad a cada obra que tocarás en el futuro, y cada pieza llevará una parte de ti.
Comenzó y aquel día noté varios avances en ese sentido.
Al terminar me dijo que la clase le había gustado mucho y que si era posible aumentar un día.
Por supuesto le dije que sí. Y comenzó a venir dos días por semana. Empecé a pensar mucho en ella y a sentir necesidad de que llegara el día de la clase. Yo disfrutaba de cada explicación porque rápidamente se adueñaba de las ideas que le transmitía y día a día mejoraba, veía que lo iba a lograr, que iba a ser una gran flautista, que le daría su impronta a las obras, tenía paciencia, disciplina, talento…. Pero poco a poco también disfrutaba cada vez más de su presencia en aquella sala en la que tantos recuerdos tenía: mi colección de flautas, las fotografías de conciertos que había dado a lo largo del mundo, mis cuadros colgados en las paredes, fotografías de mis seres queridos, y ella encajaba en aquel ambiente como si siempre hubiera pertenecido a ese mundo, como si siempre hubiera estado ahí. La dulzura de su carácter fue envolviéndome más y más y necesitaba verla, y cuando retrasábamos alguna clase porque yo tenía algún concierto fuera de la ciudad, deseaba que acabara para volver a su lado, para refugiarme en su sonrisa.
Un día al acabar la clase, me preguntó si podía mirar la colección de flautas, los cuadros, la invité a hacerlo y le dije que prepararía un café mientras tanto, lo tomamos y comenzamos a hablar de todo un poco y nos sentimos a gusto. Al marchar le dije que al día siguiente tenía concierto y que si quería podía ir y luego podríamos cenar. Aceptó, la vi marcharse con sus veinte años, firme y segura y aún me gustó más.
Empezamos a vernos todos los días, hablábamos, nos reíamos, estudiábamos juntos…y me enamoré de su dulzura, de su conversación, de su inteligencia, de su compañía, de sus sonrientes ojos.
Un día y casi sin percatarme de ello cuando estábamos acabando una clase coloqué mi mano en uno de sus hombros y ella la acarició y entrelazó su mano a la mía en un gesto que sin saber por qué resultaba natural. De la misma manera llegaron los primeros besos, caricias, abrazos y fueron y siguen siendo especiales los abrazos, los besos, los encuentros de nuestros cuerpos porque lo que pudo ser una simple noche de amor se convirtió en algo hermoso que aún hoy un año después perdura.
Cuando Eduardo de las Heras, terminó de contar al resto de sus amigos flautistas su relato de lo que estaba viviendo, se hizo un profundo silencio, pero en seguida uno de ellos le preguntó:
-¿Eres feliz con Laura?
-Mucho, como hacía tiempo que no lo era, desde que me separé, bien lo sabéis, he sufrido mucho.
Otro dijo:
-Nos la presentarás algún día, supongo.
-Si queréis podéis conocerla ahora mismo, en realidad está en casa, en el estudio.
Todos dijeron que sí y allá se dirigieron, cuando entraron vieron cómo una dama vestida de época, entraba en el cuadro que estaba enfrente del atril, se sentaba, cogía la flauta y les sonreía con sus ojos.
La estupefacción se adueñó de la sala y apesadumbrados comenzaron a salir de la estancia porque nadie podía o se atrevía a mirar a Eduardo.
Al salir les acompañaron los sonidos de la Flauta Mágica, de Mozart.
De vuelta al comedor, Eduardo de las Heras les sirvió el café y les dijo:
-No debéis preocuparos por mí, soy feliz y siempre amaré a la inexistente Laura.

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