domingo, 13 de junio de 2010


AURORA TEMPRANO


Hace dos días subí al desván de la casa de mis padres y entre otros objetos encontré los abanicos de paja que hacía Aurora Temprano. Eran unos abanicos realizados con paja y cosidos con hilos de colores, en los que pegaba una fotografía sacada de las revistas del corazón de sus toreros favoritos.
Aunque los tenía en la mano me pregunté si Aurora Temprano había existido de verdad y aquel momento real e irreal a la vez, me recordó otro de hacía muchos años en que tuve la misma sensación. Aquella tarde nos llevó mi madre a mis primas y a mí a su casa para que conociéramos cómo se hacía el encaje de bolillos. Recuerdo que viví aquella visita con mucha excitación por la curiosidad que aquella extraña mujer despertaba en mí.
Aurora Temprano vivía en una calle muy cercana a la casa de mis abuelos, era alta, delgada y mayor. Era mayor, pero no tenía el aspecto de otras mujeres de su edad. Andaba muy erguida y llevaba el pelo, canoso, recogido en un moño alto, que con su cara de cera a mí me recordaba las aristócratas venidas a menos.
Al atardecer iba al caño por agua con un cántaro, hablaba sola y siempre nos saludaba, pero recuerdo especialmente el primer día que la vi fumando. Era una tarde de julio, yo estaba jugando con mis primas como casi todos los días, cuando la vi venir de frente con pantalones negros y una blusa color beige, paré mi juego, y una vez más la observé, como hacía siempre que nadie me veía, y tampoco ella claro está, pues había oído por el pueblo que estaba algo trastornada. Pero aquel día iba maquillada, igual que la vería muchas veces después. Las uñas pintadas de color granate, reloj de pulsera en la muñeca izquierda y fumando. Aquél sí que fue un descubrimiento. Aurora Temprano iba a buscar agua preparada de la misma manera que iría si tuviera una cita, y además fumaba. Si hasta ese momento me producía curiosidad, ahora ya era interés por conocer con todo detalle su existencia. De manera que al pasar cerca de su casa procuraba escuchar lo que ella hablaba. A veces se le oía conversar en voz muy baja y otras daba gritos, gritaba como si riñera con alguien, pero casi nunca le entendía nada, así que mi curiosidad se acrecentaba. Me fijaba si iba maquillada o si llevaba las uñas pintadas (casi siempre iba así), y también con aquel pantalón negro que contrastaba con la blancura de cera de su piel, la nariz y los ojos le sobresalían de forma que su cara recordaba un camafeo.
Un día, por fin le dije a mi madre que Aurora Temprano fumaba, ella se sonrió e hizo un gesto con los ojos que decía: “Ya sabes...”, y a la vez no queriendo explicar nada, comprobé una vez más que era un tema acerca del que no se podía hablar, así que me resigné a investigar por mi cuenta todo lo que pudiera. Empecé a observarla detalladamente, escuchar cuando pasaba cerca de su casa, y estar muy atenta si alguna vez hablaban de ella mis tías y mi abuela, mientras cosían en esa hora pesada en la que Castilla duerme bajo la vigilancia de un sol abrasador. Y mientras los hombres sesteaban, las niñas jugábamos y las madres cosían bajo un porche en el corral de mi abuela, lugar bautizado por mí como oasis, concepto que aprendí ese año en el colegio y que me recordó aquella parte de la casa familiar por ser la única que nos ayudaba a huir de la agotadora lucha con el calor, era el momento del día en el que mis tías, mi madre y mi abuela hablaban de todo un poco, y aquí empezaba mi hazaña, que consistía sobre todo en seguir el juego con mis primas y no perder una sílaba de la conversación de aquéllas. De esta manera conseguí saber algún detalle más acerca de mi investigada; así supe que era una mujer de sesenta y tres o sesenta y cuatro años, que siempre se la llamaba en el pueblo Aurora Temprano, esto a mí me parecía muy importante, pues llamar a alguien con el nombre y el apellido cada vez que se la nombraba me daba la impresión de que era una persona de cierta categoría, como los escritores o los reyes que yo estudiaba en los libros de texto. También supe que el padre de Aurora Temprano fue el médico del pueblo, una persona rara, de carácter difícil, malhumorado siempre, despótico con los pacientes y con su familia. Todo le parecía mal y si un paciente consultaba a otro médico para mayor seguridad, se enfadaba y no volvía a atenderle. Aurora Temprano era soltera y desde que murieron sus padres vivía en aquella casa alquilada, sus únicos recursos para sobrevivir consistían en una exigua pensión que cobraba del Estado por ser huérfana, concepto éste que yo no entendía muy bien ya que me parecía muy mayor para serlo, asociaba yo la orfandad a niños pequeños, y me daba mucha pena que sólo tuviera aquellos recursos, ya que en realidad vivía pobremente. Sin embargo, todo esto lo olvidé aquella tarde en que me envolvió la misma irrealidad que he sentido ahora treinta años después al ver los objetos hechos por ella. Sentí flotar mi cuerpo y mi mente en aquella atmósfera extraña en la que había fotografías de toreros adornando las pulcras paredes encaladas de blanco de la casa, y sentí el mismo frío que regala el adobe de las casas castellanas en los meses en los que el calor se instala como una carga sobre todo en nuestra mente. La sala donde estuvimos buena parte de aquella emocionante tarde (emocionante para mí, no recuerdo que las demás la vivieran como yo, creo que mis primas y mi madre eran los únicos seres instalados en la realidad de aquel momento, y Aurora Temprano y yo, junto con los toreros que nos sonreían desde las paredes formábamos el conjunto irreal de la escena), se vestía de blanco y se calzaba con baldosas enceradas de color granate ofreciéndosenos elegante y austera contrastando ostentosamente con el aire de fiesta que ofrecían los trajes de oro y plata que lucían los toreros. Había variedad de fotografías en las paredes, unos toreros aparecían en plena faena, otros posando, también había fotografías en las que se apreciaban plazas de toros, claveles, banderillas, caballos de rejoneo. Allí estaban el Cordobés, el Viti y tantos otros de los que no puedo recordar el nombre. Ella hablaba con ellos, y de ellos con nosotras mientras nos enseñaba cómo se hacía el encaje de bolillos, nos contaba anécdotas vividas con sus toreros favoritos, incluso que el Cordobés estuvo enamorado de ella, pero ella le había rechazado. A pesar de ello, el torero venía de vez en cuando a verla, tomaban café, charlaban y después él se iba, hacía tan sólo dos días había recibido carta suya.
Mientras nos contaba que se carteaba con varios toreros más, yo veía reinar la locura plácidamente instalada en su encaje de bolillos, en los abanicos de paja, en los toreros, en ella, no en mi madre, sí en la pared, no en mis primas, pero sí en mí; me fascinó entrar en su realidad desde nuestra irrealidad. Yo sólo la veía a ella como en un escenario, el resto de las luces apagado, ella y yo, viviendo ese instante real e irreal.
Cuando salimos de su casa saboreé para mí sola el momento vivido, guardé el abanico de paja, y atesoré en mi mente la tarde transcurrida, hasta hoy en que he vuelto a recordar el resto de la historia de Aurora Temprano.
Supe a través de mis escuchas infantiles que su padre de carácter difícil no las trataba bien a ella, a su hermana y a su madre, y que nunca perdonó a la vida que su hija mayor muriera al terminar la carrera de Magisterio. Así fue, Consuelo Temprano de carácter fuerte y brillante inteligencia terminó la carrera a los veinte años en junio, y en septiembre, después de una misteriosa enfermedad, murió dejando sumida a la familia en un estado adormecido del que nunca más se recuperaría. Volvieron del entierro en un soleado día de septiembre y el padre malhumorado como siempre, dijo las últimas palabras que cruzó con su mujer y su hija hasta el día de su muerte.
Había decidido que Aurora no entrara en la Escuela de Magisterio ese año como estaba previsto, para no gastar tiempo y dinero sin ningún beneficio como había ocurrido con Consuelo. Así dijo, cerró la puerta de la habitación que le servía de consulta y no salió hasta la hora de cenar, así vivió hasta que murió diez años después. Se levantaba temprano, desayunaba, se metía en la consulta, atendía a los pacientes, comía en la cocina solo, volvía a la consulta, cenaba y se metía en la cama, así día tras día durante diez años.
A la desgracia vivida por la familia consiguió añadir la tristeza, la soledad y el malhumor por toda la casa. Hasta que un día de septiembre, dos años después de la muerte de Consuelo, murió su madre hastiada de tanto malhumor, tristeza, soledad y rabia contenida. Así que Aurora Temprano siguió viviendo entre aquellas sombras y cargando con una culpa que nunca tuvo. Cargó siempre con el capricho de la muerte que eligió a Consuelo tan desacertadamente, y este capricho le truncó la vida para siempre, y ella que sí hubiera podido enseñar a generaciones de niños en la escuela de aquel mismo pueblo, se vio reducida por otro capricho, esta vez de su padre, a una mísera existencia en la que sólo la locura la salvó del mal humor, la tristeza y la soledad.
Repasados estos recuerdos, bajé del desván y vi que mi madre tenía preparados dos claveles cruzados en forma de banderilla, no le pregunté nada ya que supuse que eran para la tumba de mi abuelo, era el día de Todos los Santos e íbamos al cementerio. Pero después de visitar a mi abuelo, se dirigió a la tumba de Aurora Temprano y depositó en ella el extraño ramo. Al lado habían dejado otro exactamente igual con un sobre dirigido a nombre de Aurora Temprano, y debajo del nombre decía: “De parte de tu amor imposible”, y vimos cómo en ese momento salía del cementerio un hombre vestido con un traje de luces.

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