viernes, 4 de junio de 2010


El retrato en sepia de los maestros y de las maestras que agitaron las conciencias infantiles y adolescentes en los años escolares constituye uno de los tópicos literarios en el que encontramos desde el elogio y la alabanza de la tarea del magisterio hasta el rencor y la crítica amarga. La memoria literaria de los maestros y de las maestras oscila, como en un péndulo, de un lado a otro, de la gratitud y el enamoramiento al desprecio y el ajuste de cuentas, de las ilusiones pedagógicas al desencanto y a la amargura docentes.

El escritor catalán Joseph María de Sagarra evoca, por ejemplo, la figura inolvidable de su primer maestro, un integrista católico “ A la moderna”, flaco y atildado, de largo y poblado bigote, fumador empedernido de tabaco de picadura y ataviado a la parisien, con chaqué y pajarita en el cuello, cuyos métodos pedagógicos relata en estas líneas:

“El integrista den José era un maestro a la moderna en su indumentaria, tan diferente de la de los maestros de casquete de las caricaturas del siglo XIX. Era también moderno en el trato que nos daba: allí no existía el castigo corporal. Todas las libertades que se tomaba con nosotros era enviarnos al rincón. Algunos, una vez en el rincón, parecían hallarse en su elemento y otros se ponían a llorar. Si la llantina era insistente, el castigo se acababa pronto. Con los relapsos y díscolos de verdad, además del rincón usaba el “póngase de rodillas”, pero nunca sobre el suelo pelado. Este suplicio se cumplía sobre el banco donde nos sentábamos, que no dejaba de tener sus inconvenientes, porque era bastante duro y acababa produciendo un auténtico dolor en las rodillas. Otro castigo era ser echado de clase e ir a cazar moscas al comedor o a la galería de la casa. Fuera de esto, toda la ferocidad de don José era agua de borrajas.
La etiqueta del colegio, a la llegada y a la salida, era la siguiente: el alumno se cuadraba y tendía la mano derecha a don José, que la estrechaba con corrección; entonces se inclinaba, plantaba todo su bigote en nuestra mejilla y nos daba un beso paternal. Era el argumento para poder apreciar de una manera bastante directa el tufillo de picadura de dieciocho céntimos.”

Comentario de Carlos Lomas

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