viernes, 28 de enero de 2011

Comentario de Vicente Pérez Rosales

Embrionaria por lo demás era la esucación escolar en aquel pasado tiempo; la que se daba a la mujer se reducía a leer, a escribir y a rezar; la del hombre que no aspiraba ni a la iglesia ni a la toga, a leer con sonsonete, a escribir sin gramática y a saber de saltado la tabla de multiplicar (...).
Nuestras escuelas de hombres, donde concurríamos niñitos hasta los diecisiete años de edad, todos de chaqueta y mal traídos, no por falta de recursos, sino por sobrado desastrosos, a pesar del látigo y del mango del plumero manejados con bastante destreza por nuestros graves antecesores, se reducían a un largo salón partido de por medio por una mesa angosta que dividía a los educandos en dos bandas, para que pudiesen mejor disputarse la palma del saber. Uno de los costados de la mesa llevaba el nombre de Roma, el otro de Cartago; y un cuadro simbólico representando la cabeza de un borrico, de cuyo hocico colgaba un látigo y una palmeta, era por su mudable colocación el castigo del vencido o el premio del vencedor.
El profesor o dómine, quien, como todos los de su especie entonces, podía llamarse don Tremendo, ocupando en alto una de las cabeceras del salón, ostentaba sobre la mesa que tenía por delante, al lado de algunas muestras de escritura y de tal cual garabateado Catón, una morruda palmeta con su correspondiente látigo, verdaderos propulsores de la instrucción y del saber humano en una época en que se encontraba sumo chiste y mucha verdad al dicho brutal: la letra con sangre entra.

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