jueves, 1 de abril de 2010

RICA POR CASUALIDAD



Yo, en realidad, no necesito pedir pero lo hago por casualidad. Tampoco lo hago por egoísmo ni por aprovecharme de la gente, de su inocencia, sino por casualidad.
Yo tenía sesenta años cuando me quedé viuda y solía ir al paseo del puerto, por aquel paseo se extendían puestos de mantelerías, de colonias y otros muchos objetos y se ponían los vendedores negros ambulantes a vender su mercancía.
Paseaba, veía los turistas y volvía para casa.
Manuel y yo no tuvimos hijos, así que aunque nunca habíamos ganado mucho dinero yo tenía suficiente para vivir. Tenía algunos ahorros y una casita pequeña que se componía de cocina, baño, salita y una habitación. Estaba recién remozada por lo que estaba tranquila, pues eso junto con mis ahorros y la pensión de viudedad no vivía mal.
Fui muy feliz con Manuel, de modo que vivía tranquila con su recuerdo y mis aficiones, pues me propuse que, aunque la muerte es algo invencible, no me ganara la batalla definitiva dándole el placer de acabar también con la vida de los que quedamos aquí, siempre he pensado que la mejor manera de enfrentarse a ella es vivir, eso sí con el recuerdo y el espacio de los que se van antes, no sería justo que carguen con la pesadumbre de un abandono que no eligieron.
Mis aficiones consistían sobre todo en hacer punto de cruz, leer, pasear y ver alguna película en la televisión. Es cierto que me hubiera gustado ir con asiduidad al cine y viajar, pero mi presupuesto ya no daba para tanto.
Aun así era feliz y tenía el día distribuido de tal forma que no me quedaba un minuto para el aburrimiento, siempre me ha gustado mantenerme muy activa y sé que a Manuel le hubiera gustado que así fuese.
Por las mañanas hacía la limpieza de la casa, los recados y la comida, después de comer descansaba en el mirador de la salita cuyas vistas daban a la parcela de unos vecinos que tenían plantados plátanos, hacía punto de cruz y todos los días a las seis de la tarde, invariablemente, iba hasta el puerto. Vivía a las afueras de Puerto de la Cruz, así que era un buen paseo, pero me gustaba mucho, volvía sobre las ocho de la tarde, leía hasta las nueve, cenaba y veía alguna película en la televisión.
Así ha transcurrido mi vida desde los sesenta años hasta ahora que tengo setenta y me he convertido en una persona considerablemente rica por casualidad.
Comencé a tener mucho dinero hacia los sesenta y dos años; es decir, dos después de quedarme viuda.
Yo no tengo un aspecto descuidado ni pobre pero lo cierto es que un día de julio fui a dar mi habitual paseo y me senté enfrente del Café de París, un establecimiento de estilo evidentemente parisino cercano al Art Decó con farola incluida dentro del café.
Yo ya tenía el pelo blanco, llevaba un vestido verde estampado, sencillo pero limpio. Nada en mi aspecto podía hacer pensar que fuera una anciana necesitada.
Al poco tiempo de estar allí sentada, llegó un chico negro, joven, bien vestido, limpio; se sentó a mi izquierda y de una bolsa negra grande de las que se utilizan para la basura sacó su mercancía y comenzó a distribuirla encima de una especie de colcha en el espacio que tenía justo delante de él. Eran figuras de ébano.
Pasó una pareja las miró y se fue.
Al poco rato se sentó a mi derecha otro chico negro un poco mayor que el otro, más alto y bastante gordo pero también bien vestido. Hizo lo mismo que el anterior, extendió en el suelo delante de sí la mercancía, éste vendía tambores pequeños.
Pasó una pareja, a la mujer le gustaron mucho, el marido no quería comprar ninguno pero finalmente la mujer compró un par de tambores.
De pronto, me quedé estupefacta. Una señora aproximadamente de mi edad, con pamela depositó delante de mí una moneda de dos euros. Era inglesa, lo sé porque nada más depositar la moneda se volvió hacia su marido y le dijo algo en ese idioma.
Me quedé mirando la moneda, no entendía nada, y antes de que mi pensamiento reaccionara, llamara a la señora, le devolviera su dinero y le dijera que aquello era un error, otro señor un poco más joven me echó otra moneda de cincuenta céntimos.
Me aturdí y sólo miraba las monedas. Me quedé en esa posición durante bastantes minutos, mirando el dinero, viendo pasar zapatos de caballero, sandalias de señora, pocos al principio; después el paseo empezó a tener más vida porque veía pasar más amontonadas las sandalias de tacón de cuña, sandalias para el agua, zapatillas de deporte de chicos y chicas jóvenes… y entretanto empezó a aumentar el montón de monedas de todas las cantidades: de un euro, de veinte céntimos, de diez, de cinco, billetes de cinco euros, incluso monedas de uno y dos céntimos …
Yo seguía pasmada, sólo miraba el dinero.
No sé cuánto tiempo pasé así, oía a mi alrededor, ensimismada, voces, risas y el sonido de las monedas al chocar contra el suelo o contra las otras monedas.
Y yo seguía allí, sin reaccionar, sin devolver el dinero a toda aquella gente, sin cogerlo tampoco, sin mirar a nadie. Pensaba que si miraba a alguien se darían cuenta de que era una estafadora. No entendía nada. En mi aislamiento oía el bullicio del Paseo.
Me sacó de mi desconcierto el joven negro que estaba a mi izquierda, me dijo: “Señora, hoy hemos tenido buena suerte todos, nosotros hemos vendido mucho y, desde luego, usted ha sacado un buen pellizco”.
Fue entonces cuando me di cuenta de que ya habían recogido su mercancía y de que con ellos había otros dos jóvenes negros, uno de ellos vestido con túnica y hablando en un idioma totalmente irreconocible para mí.
De pronto, el joven volvió a hablarme: “Señora, será mejor que recoja su dinero porque mis amigos dicen que los guindillas vienen haciendo redada por el Paseo”.
Confundida, me levanté, recogí aquel dinero y me marché, antes dije un hasta mañana tímido a aquellos jóvenes tan amables. Llegué a casa sin ver el camino por donde andaba, iba aislada como si una fuerza me trasladara de un lugar a otro sin pisar la tierra, como flotando. Y así me sentí el resto de tarde que quedaba y parte de la noche sentada en mi butaca del mirador sin fijar la vista en ningún punto fijo.
Hacia la madrugada, como no entendía nada, ni sabía qué había hecho yo para provocar semejante reacción en la gente, decidí contar el dinero, olvidar el asunto y seguir con mi vida de siempre.
Lo mejor sería ir a pasear a otros lugares.
A la mañana siguiente me desperté un poco más tarde de lo habitual, fue el segundo cambio importante en mi vida en tan solo unas horas.

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